LLUVIA DE RANAS
Hasta los 34 años, Charles Fort había campado gracias a un mediocre talento de periodista y a una verdadera habilidad para disecar mariposas.  Muertos sus padres disponía de una renta minúscula que le permitía entregarse exclusivamente a su pasión: La acumulación de notas sobre acontecimientos inverosímiles y, sin embargo, comprobados.

Lluvia roja en Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819; lluvia de barro en Tasmania, el 14 de noviembre de 1902.  Copos de nieve grandes como platos de café en Nashville, el 24 de enero de 1891.  Lluvia de ranas en Birmingham, el 30 de junio de 1892.  Aerolitos.  Bolas de fuego.  Huellas de un animal fabuloso en Devonshire.  Platillos volantes.  Huellas de ventosas en unos montes.  Aparatos extraños en el cielo.  Caprichos de cometas.  Extrañas desapariciones.  Cataclismos inexplicables.  Inscripciones en meteoritos.  Nieve negra.  Lunas azules.  Soles verdes.  Chaparrones de sangre.

Un iceberg volante cae en pedazos sobre Rouen, el 5 de julio de 1853.  Carracas de viajeros celestes.  Seres alados de 8.000 metros en el cielo de Palermo, el 30 de noviembre de 1880.  Ruedas luminosas en el mar.  Lluvias de azufre, de carne.  Restos de gigantes en Escocia.  Ataúdes de pequeños seres venidos de otro mundo, en los roquedales de Edimburgo...

El conocimiento científico no es objetivo.  Es, como la civilización, una conjuración.  Se rechaza un gran número de hechos porque trastocarían los razonamientos establecidos.  Vivimos bajo un régimen inquisitorial, cuya arma más empleada conta la realidad disconforme es el desprecio acompañado de risas.  ¿Qué es el conocimiento, en tales condiciones?  "En la topografía de la inteligencia -dice Fort-, se podría definir el conocimiento como una ignorancia envuelta en risas".

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